martes, 11 de mayo de 2010

A Señorita

Monserrat, febrero 13

Señorita:
La amo.
Quizás deba lamentarme por comenzar mi carta desde estas dos palabras, tan usadas, tan triviales, tan pasioneras. Pero es así, y la impaciencia me condena a repetirlo sin cesar, sin cesar de sentir. Acostumbrado estoy. La amo.
En cambio, sus palabras me han tomado por sorpresa, y, aturdido, he dejado de dormir. Esto me sucede porque he de ser yo el real destinatario de su carta, por tener estrecha relación con el edificio de la calle Rivadavia 1523 que usted nombra: vivo en la planta baja. Tal suerte me hizo escucharla más de una vez. El temor se entremezcla con la intriga y provoca un sinfín de respuestas. La pregunta es sólo una. ¿Cómo puede usted fijarse en mí? Parece que sí, pues, así ha de ser. Y yo feliz. Vuelo.
Recuerdo cuando todo comenzó. La vi sonrojarse y pasar frente a las rejas de mi ventana, con un vestido color rojo de volados y tiritas. Puede que no hayan sido sus pómulos los de colores, sino el mínimo reflejo de las telas, pero ¿qué más da? Entre la gente pasar, disfruté verla. La amo, repito.
Es difícil sentir sintiéndose un ser pequeño, tímido. Pero le aseguro, señorita, que soy capaz de volar entre sus cabelleras rubias. Volar y mimetizarme. Volar y reír. Volar y volar.
¿Y si comenzamos otra vez? No es una pregunta, por cierto, es casi una afirmación. Usted dijo en su carta que se mudaría de barrio, de vida, de ciudad o de aire, a menos que yo le declarara estas cosas precisas que le estoy declarando. Yo o su amado, tal y como usted lo nombra. Pero él soy yo, quédese tranquila. La amo.
Mientras releía en alta voz lo que acababa de escribir, usted lloraba sonidos extravagantes que no tenían razón de ser porque acá estoy, ahora lo sabe. Estoy, estuve, y estaré. La amo. Tanto que me animo a decirle, con todo el amor del mundo profano, que usted se comportó como una irritable tonta. Estaba ahí, al pie de las escaleras en la planta baja de edificio de la calle Rivadavia 1523, llorando y recitando, y no se animó a voltearse, mirarme, besarme. No se lo tome a mal, por favor, bien sabemos que esta relación abierta nos permite ser sinceros, como todos aquellos que verdaderamente se quieren. Por eso le digo que su amor es correspondido con el mío, ya no sufra. Y tápese un poco cuando se sienta en la entrada, puesto que hay mirones intentando llegar debajo de su vestido rojo. Yo jamás, siempre miro desde arriba.
Aún pienso en el niño, ¿sabe? Aquella mirada temible en sus ojos maquillados, queriendo evitar los trastornados actos de él. No es sólo un niño, pero vamos, señorita, perdónelo. Al fin y al cabo yo sigo vivo, no logró malherirme. Asumámoslo como una simple travesura infantil, y trate de olvidarse. Sé que la indiferencia de cuanto caminante pasó en aquel momento, por aquel lugar, fue fuerte. Más fácil hubiese sido el detenido paso de alguno que se acercara a ayudarnos. Pero así no fue, y usted hizo lo que tuvo que hacer. Olvidemos ese mal trago y pensemos sólo en la uva, porque fruto de la tragedia, nació este amor. La amo. Jamás olvidaré el modo en que usted me defendió y me albergó en su casa unos días, para curarme y cuidarme.
Ahora tendrá que disculparme, señorita, si me despido con tal brusquedad. Poco a poco aclara la noche, y tengo que cantar. Como le dije, no puedo dormir desde aquel día, pero feliz estoy de haber escuchado sus labios contando sus letras. La amo. La carta nunca llegó, pero ya eso no importa. Sólo dígale al señor de correos que fracasó en sus intentos inconcientes de separarnos. Gente como él, y el bruto niño, no permiten el amor al natural, esconden algo contra las aves. Pequeñas nosotras.
El día empieza, me tengo que retirar pronto, ya sabe. Cuando se hacen las cinco de la mañana de una noche de verano, los pájaros cantamos. Cantamos, bailamos y silbamos, y despertamos así a las bellas señoritas como usted. ¡Despierte, señorita! que cuando baje a desayunar hacia la confitería de la esquina, pasará usted por al lado de mi jaula una vez más, y yo estaré feliz de verla.

Le dejo esta carta entre las varillas de la puerta. No olvide acariciarme cuando la tome, ni hoy, ni ninguno de los demás días.

La amo. Suyo siempre,

Pío.

2 comentarios que comentaron.:

Anónimo dijo...

Ce: Volví a leer el cuento y me encantó. Tiene malicia narrativa y una gran ternura de contenido. Primero pensé que era un hombre el que hablaba, luego supuse que un perro y, al final, vino la sorpresa. Gracias

Facundo .. el de las fotos dijo...

Sin ninguna duda es Gardel, por cuestiones contextuales, vos sabés bien.